MORIR DE AMOR

Las nueve de la mañana. El sol brillaba magnífico en el firmamento.  La princesa llegó. Hermosa, más que nunca. Su piel color de la miel y tan suave como el pétalo de una godencia. Sus ojos eran grandes y negros, negrísimos como dos inmensas noches sin estrellas, misteriosas y seductoras.

Le fascinaba reflejarse en sus ojos.  Para él era como entrar derrepente en la noche con todo el sol quemándole el dorso. Adoraba ver a su musa despojarse de su túnica blanca y sumergirse tan natural como perfecta, en las aguas cristalinas de su lago.

 ÉL era el príncipe, el elegido y él había dispuesto a todo su ejército que nadie, absolutamente nadie osara siquiera tocarla. Para todos ellos la princesa era sagrada. Cada mañana que llegaba todos se retiraban a jugar por entre los árboles y las flores o a fastidiar a los pobladores de la aldea. Todos respetaban el mañanero baño de la princesa. El enamorado príncipe se quedaba contemplándola maravillado y más enamorado cada mañana Sólo una vez rozó su piel.

Fue la primera vez que se encontró con su amada princesa en el lago.  Él debutaba patinando  sobre la superficie del lago  cuando fue levantado lentamente por una mano color de la miel y resbaló suavemente por esa piel mojada hasta caer de nuevo en el agua. Nunca había antes experimentado sensación tan fascinante. Cuando voló sobre las aguas y la vio por primera vez quedó instantáneamente enamorado. Era el ser más hermoso que sus ojos habían contemplado en su corta existencia y no había hembra de su especie, ni flor ni ave más bellas que su princesa. Su anhelo más grande y lo que le daría la felicidad eterna era amarla. Vivir para acariciarla.

Deslizarse por todo su cuerpo y recorrer centímetro a centímetro esa piel tostada por el rey sol y mojada generosamente por el agua. Jugaría entre sus muslos brillantes y duros, resbalaría por sus pechos tan erectos como las montañas que contemplaba por el occidente cuando caía el sol, y tan firmes como los capullos de las rosas.  Se posaría en las dos perlas negras que adornaban sus fantásticos montes y daría desde ellos la cara al sol. Luego revolotearía por su abdomen y se sumergiría en el pequeño hoyo que graciosamente adornaba el centro de su cuerpo.

Soñaba con hacer delirar de felicidad a su diosa. Recorrería cada una de las  curvas de su naturaleza y besaría esos lindos brazos tan perfilados y perfectos.  Llegaría hasta los pies y subiría por su espalda  fina y quebrada hasta llegar a trepar por sus largos cabellos de forma tan caprichosa como enredadera y tan brillantes como el sol, negros y largos, Luego volvería a reflejarse en sus grandes y profundos ojos y se dejaría caer por su frente amplísima y despejada  y por su perfecta nariz hasta sus labios, rojos como las rosas y preciosos como sólo ellos sabían serlo.

Sería feliz. Seguro que sería feliz. Quería sentirla respirar de cerca y escuchar íntimamente dispuesto los latidos de su corazón. Sería el mosquito más feliz sobre la tierra. La vida no le valía más que eso. Estaba seguro que moriría en paz después  de eso. Y mayor seguridad no pudo tener cuando cumplido su deseo una bella mano, tan suave  como el pétalo de una godencia y de color miel lo estrelló contra su pecho. Pero él, murió feliz.