La mañana del día que cumplí 50 años no me sentía nada bien cuando me levanté.
Fui a desayunar sabiendo que mi esposa estaría contenta y me diría «Feliz cumpleaños» y quizás hasta hubiera un regalo para mí, pero ella ni siquiera me dio los buenos días.
Yo dije dentro de mi: bueno, quizás mis hijos se acuerden. Los niños vinieron a desayunar y no me dijeron ni una sola palabra.
Cuando fui a mi oficina me sentía totalmente deprimido y en el camino iba pensando: «Ni siquiera el perro se mostró agradecido. Vaya manera de celebrar mi cumpleaños. A mi familia le importo un pepino.»
Al entrar en mi oficina, mi guapa secretaria me dijo: Buenos días jefe y ¡Feliz cumpleaños!
Ahí empecé a sentirme un poco mejor. Al menos ella se acordaba de mí.
Después de innumerables reuniones y telefonazos, ya cerca de las dos de la tarde entró mi secretaria y me dijo: ¿Sabes?, hace un día precioso y además es tu cumpleaños, ¿Qué tal si vamos a almorzar?
Yo pensé que ésa era la mejor cosa que había oído en el día, así que nos fuimos y en vez de ir a comer al lugar acostumbrado, fuimos a un sitio mucho más tranquilo y discreto. Comimos y nos tomamos varias copas. La comida estuvo deliciosa y nos divertimos bastante.
De regreso a la oficina, ella dijo: ¿Por qué desperdiciar este ambiente? No volvamos a la oficina, Te invito a mi casa donde te puedes tomar la penúltima copa o lo que quieras.
Una vez en su apartamento puso música suave (por cierto, una de mis piezas preferidas), la luz tenue y me dijo de la manera más prometedora:
¡Si no te molesta, voy al dormitorio a cambiarme y a ponerme algo más cómodo. Ahora regreso…
Yo la dejé ir, pues la situación no me molestaba en absoluto. Ella entró en su habitación cerrando la puerta a su paso y a los seis minutos regresó con un gran pastel de cumpleaños, seguida de… mi esposa, mis hijos, y algunos empleados de la oficina, todos ellos cantando:
¡¡Feliz cumpleaños !!
… Y allí estaba yo, calato en la sala, sólo con las medias puestas.